CAMILO AMBROSIO 4
CAMILO AMBROSIO: PINTOR DISIDENTE.
Camilo
Ambrosio expone en el Centro Cultural Montecarmelo, un conjunto de
pinturas
que ponen de relieve la coherencia su representación singular del dolor
humano. Para
montar la
historia que nos
propone, realiza siete
pinturas verticales, en que
hace
referencia al
fresco de Masaccio “La expulsión de Adán y Eva del paraíso”, realizado en
1424-1425
(Iglesia Santa Maria
del Carmine en
Florencia). Las pinturas
horizontales,
montadas una
sobre el muro del fondo de la sala, se
refieren a otra gran escena: “El
cuerpo de cristo en la tumba”, un cuadro pintado por
Hans Holbein el Joven, en 1512-
152, sobre un
panel de madera de tilo. Muestra a Cristo de manera crudamente realista
en formato apaisado, representado en un nicho
rectangular sobre un muro de piedra. En
cambio, en el muro de la derecha, la referencia es
contemporánea y no menos distante,
porque está relacionada con una serie de obras que
realizó el artista alemán residente en
Francia,
Anselm Kiefer, instaladas en el Pantheon
(Paris), en homenaje a los muertos de
la Primera Guerra
mundial. La obra
consiste en vitrinas
en cuyo interior aparecen,
dispuestos, restos de
batalla.
Lo que acabo
de mencionar son
referencias existentes en
la historia del
arte, que
permitirán al espectador
reconstruir la historia
contextual sobre la que Camilo
Ambrosio ha
trabajado, experimentando el malestar de
tener que aceptar la existencia
de una historia,
porque su propósito
es encontrar una imagen original perdida. Sin
embargo,
se ve
obligado a soportar
la existencia de
una “fuente” iconográfica
sobrecargada
de teología y materialismo, indispensable para
elaborar “una pintura de
la pintura”, en que
pondrá a prueba la validez de toda representación de una esperanza
posible. En
Camilo Ambrosio, este sometimiento a las
fuentes es tan solo una excusa
para “colocarse”, el mismo, en la escena de la
Pasión.
Yo
pinto el naufragio de la humanidad,
declara, desafiante. Sin concesiones. Porque primero
que nada, agrega, yo
pinto mi propia miseria. Y lo hace
con pasión, “colocándose” en el
centro de la escena, haciendo del cuerpo de la pintura
una extensión de su propio cuerpo,
soportando un alto
costo simbólico, en
el curso de
un proceso que
desautoriza la
hipótesis de la
pintura como bálsamo, porque la expone
como superficie calcinada. En
esto consiste el goce de (su) sacrificio; el
sacrificio como goce.
La serie de
siete Adanes siendo
expulsados del paraíso,
en un comienzo,
eran
autorretratos como
Cristo: objeto de laceraciones. El artista camina llevando su cruz en
medio de una
sociedad que lo lapida en
el camino del
calvario. En el curso
de su
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ensoñación plástica, Camilo terminó por repetir siete figuras (siete días
de la semana:
Dios hizo al
mundo), en que
los gestos de
desconsuelo y la forma
de construir la
densidad pictórica
del cristo torturado, la
transformó rápidamente en una
representación
consciente de la corrupción de la carne, como la “sombra externa” de una
descomposición
espiritual. Aquí no hay resurrección. Justamente, es la idea que refuerza
en los Cristos muertos, reproducidos (igualmente) en
varias versiones.
Sin embargo, estos presentan una diferencia con las
pinturas de los Adanes expulsados,
donde domina
una materia afectada por las leyes de la gravedad. En los Cristos muertos
hay
brochazos furiosos que se
rebelan contra la
falta de movimiento.
Cada marca de
pintura es una
orden que proviene
de la memoria
evangélica de Camilo Ambrosio,
emulando el milagro de la resurrección de Lázaro. ¡Una vez pintado, levántate y camina!
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Camilo pinta un Cristo que no se levantara
jamás, siendo la imagen de la carga que lleva
consigo: el
peso del padre muerto. Casi, como si dijera: “yo soy mi padre muerto”. Por
eso, en muchas zonas de las pinturas dominan los
colores de la encarnación en avanzado
estado de des/lucidez.
La claridad de
Camilo Ambrosio se aloja en
el cuerpo de
su obra: en el
habitar de la
materia y del
color. Camilo Ambrosio es un pintor disidente que desafía las normas del
buen comportamiento en una escena que, siempre,
ha esperado otra cosa de él. Él lo
sabe y se enorgullece de no dar satisfacción. Por
decir lo menos. Su forma de relacionarse
con el medio es la de una indisposición
permanente.
Camilo
Ambrosio maneja un índice de negociación
límite con el sistema de arte que lo
reconoce
como un
“artista difícil”. Pero
es en la construcción
de su dificultad donde
reside su mayor logro. La pintura no es más que una
excusa performativa, con la cual
hace
evidente una sola
cosa: exponerse, por sí mismo, en una
doble actitud: como
desolado y como desollado.
Según connotados analistas, la piel es la primera
línea de defensa del yo. Cambiemos la
palabra piel
por la palabra pintura. Camilo Ambrosio renuncia a tener línea de defensa
y considera -como lo he adelantado- que el cuerpo de
la pintura es una extensión de su
propio cuerpo. Se entenderá, entonces, que las
referencias a Masaccio y a Holbein son,
efectivamente, excusas para
la exhibición de
su ausencia de
defensa y la ostentación
regulada de su dolor,
mediante el ejercicio de calcinación de la superficie, en pintura.
De modo que
si alguna vez
pensamos que la
pintura podía señalar
un camino de
sanación, Camilo
Ambrosio lo desmiente
de manera absoluta,
porque solo pinta
su
propio sacrificio y deja la vida en ello.
El verdadero trabajo de Camilo Ambrosio se sitúa entes
de mostrar, en el momento en
que el mismo des/autoriza su propio trabajo, para
des/mostrarlo de modo radical.
Camilo Ambrosio exhibe en
Montecarmelo pinturas realizadas
con anterioridad,
realizadas
sobre soportes muy precarios, desde
sabanas sucias sin
imprimar hasta
paneles de
madera que acometió levemente como si fueran, primariamente, matrices
de xilografía. Eso es lo que, verdaderamente,
interpreta su deseo en el arte, en que su
cuerpo (soporte de subjetividad lacerada) forma una
unidad con el cuerpo de su pintura.
De este modo, puede ocuparse, por decirlo de algún
modo, del “interior reducido” y del
“exterior
expandido” . Es decir, entre el camino de la cruz y la sepultación. De ahí que
completa un ciclo de trabajos, en que la expulsión del
paraíso pasa a ser el programa de
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un desalojo
del Ser, cuyo
único destino es
obtener el “título
de dominio” de
una
sepultura.
En este sentido, su relación con la pintura y con el
medio artístico está determinado por
la
memoria de una
devastación. Se impresionará,
entonces, con las
fotografías de la
destrucción de Hiroshima.
De ahí que,
en nuestros encuentros,
un dia determinado,
declarara: Hiroshima, soy yo.
Comenzó, entonces, una serie de dibujos bajo ese
nombre, hasta que se conmovió con un
objeto, que permanecía en un costado del encuadre de
una fotografía de devastación.
Era un triciclo, que exhibía su estructura, destacada
sobre una superficie de ceniza y de
escombros. Lo
primero que hizo fue llenar páginas y páginas de un cuaderno escolar
ordinario no
apto para recibir manchones y acometidas de pintura al agua. Después, se
dio al trabajo de consolidar una pintura sobre
tela.
La
diferencia está a
la vista. El
dibujo de tinta
esta dominado por
una inmediatez
concentrada, destinada a
recoger la figuralidad
original de un
impulso primario,
mientras la pintura es el producto de la represión
compositiva, que convierte al objeto
en la memoria
de un juguete,
despersonalizado, abandonado en
medio del jardín
de
juegos, en una plaza. Las marcas blancas resumen un
signo que delimitan el campo de
un square,
palabra inglesa utilizada en Francia para designar una pequeña plaza. Esas
marcas urbanas
corresponden al “cuadrado de la madre”, entre el asfalto de la vereda y
el maicillo de la plaza.
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El triciclo retendría toda su atención constructiva,
porque pasaría a ser la metonimia del
esqueleto de
un cuerpo: una “vanitas” contemporánea, de un objeto que yacía apoyado
en tres puntos,
representando la derrota de la
santísima trinidad. El manubrio, en el
extremo de
la estructura restante
pasaba a convertirse
en un modelo portátil de
crucifixión.
Sin embargo, en
este mundo, no
existe la salvación,
sino solo la amenaza
constante.
Todo, en la pintura de Camilo Ambrosio, versará sobre imágenes devastadas
de un mundo ya derrumbado; incluyéndose.
Dejó de dibujar triciclos, aterrado de su propio
descubrimiento. Dejó de dibujar sobre
fotocopias,
porque esta rebajaba el valor indicial de la única fotografía que tiene
puesta
en su mesa de trabajo. Se trata de una fotografía
apaisada que reproduce la imagen de
miembros
eminentes de la dirección política del MAPU, entre los que se encuentra su
padre, Rodrigo Ambrosio,
en ese entonces
secretario general, junto
a Fidel Castro,
durante su
visita a Chile, en 1971. La foto fue tomada en el patio de la residencia del
embajador de
Cuba. Foto mítica. Ultima imagen del padre, en funciones. Este fallecerá
en un accidente,
en 1972. Camilo
Ambrosio tenía escasos
dos años de
vida. Su padre
perderá la vida
ejerciendo funciones partidarias.
Para Camilo, las
explicaciones
objetivas de
la historia no serán jamás suficientes. El
triciclo reproduce simbólicamente
la figura de los tres crucificados en el Gólgota.
Frente a la
sugerencia de hacer fotocopias de la fotografía referencial para trabajar sobre
ellas, admite con pesar que comete un sacrilegio. La
fotografía será entonces, una imagen
fetiche destinada a permanecer enmarcada y convertida en relicario. Luego, realiza a
contrapelo, una serie
de dibujos, entres
los cuales, recupero
el siguiente. Tiene su
importancia
hacer notar que el dibujo ha sido realizado sobre las páginas cuadriculadas
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de un cuaderno
Rivadavia, que es el modelo corriente de los cuadernos escolares que
utilizan los
infantes en la Argentina.
Camilo
Ambrosio realizo sus estudios secundarios en Buenos Aires y decidió alejarse de
la capital, espacio de perdición urbana y de
inautenticidad, para recibir una educación
artística superior
en Tucumán, bajo
un régimen de
enseñanza extremadamente
convencional, en el
que podía sobrevivir
cumpliendo los protocolos
mínimos, sin ser
molestado, porque era
un ambiente en
que le permitían,
casi por desidia
académica,
“hacer la suya”.
De ahí que dibujar sobre cuaderno escolar le resulte humillante, sobre
todo si “hacer la suya” implica desarrollar una
carrera en la que no está disponible para
satisfacer las
convenciones que dominan el medio; incluida la crítica. Como he sostenido,
lo que mejor hace Camilo Ambrosio es des/montar todo
esfuerzo inscriptivo, “echando
a perder” aquello que
no cumple con los parámetros de un ideal que se ha forjado y que,
lógicamente,
nunca está en condiciones de alcanzar. La coherencia, sin embargo, tiene
sus costos sociales.
Pero, ¿que significa este dibujo en lápiz rojo que
reproduce la fosa con tres cadáveres?
Recuperamos
-para esta exposición-
los Cristos de Holbein,
sometidos a un
destino
desastroso,
como si en este punto Camilo
Ambrosio decidiera retratar el destino
de las
ilusiones
representadas por quienes figuran la fotografía. Nadie pensará que debajo de
su pies, la
tierra está poblada
de cadáveres. Sin embargo,
fotocopió la fotografía,
la
recortó y la
pegó en una página, poniendo el dibujo como su fuera una nota al pie.
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Camilo Ambrosio es
un artista de
las formas simples,
lejos de las modas
y las
mundanidades, que
se afana en
perseguir una pureza
inalcanzable, para terminar
pintando desesperadamente
sobre las sábanas sucias que ha arrancado de su cama. Es
el mismo artista
quien prepara el
soporte donde debe
deponer la representación del
cuerpo desfallecido. . . . de su propia pintura.
En las pinturas
de la “expulsión”
busca perturbar los
hábitos visuales mediante
la
representación de un grito
sobre humano, que nos pone en contacto -inevitablemente-
con lo inhumano, lo subhumano, modulando su fervor desesperado,
pese a lo cual ha
sido “desalojado”. No le
queda más que expresar su iluminación interna, depositando
en el grito el instante en que cuajan todas las fecundidades
posibles, como en el grito de
Munch, cuando percibimos
que -materialmente- un grito es
un ovalo de
tinta negra,
donde algunas personas
esclarecidas piensan que se aloja la trascendencia.
Sin embargo, en Camilo Ambrosio, asi como el grito modula su
fervor desesperado, el
estilo modela y estabiliza el grito para prolongar su eco. Porque
el grito percuta y dura
el tiempo que ponen los
pulmones en exhalar el aire que contienen. El estilo permanece.
El grito fecunda, el estilo hace durar el grito. En sus “expulsados”, Camilo Ambrosio
agrega un gesto. Sus figuras se tapan la cara de vergüenza.
Pero hay otra
lectura: no es
un gesto de
vergüenza, sino de
terror ante la catástrofe
inminente. Es así como
realiza los cristos sepultados. Del grito, pasa, sin transición, al
deseo del descanso
eterno. Ser acogido,
finalmente, por “la noción
de Madre”. Tener
algo a que amarrarse. Una trenza. Una filiación.
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La disposición de
las pinturas de
los “Cristos de
Holbein”, unas sobre
otras, como
nichos, reproducen
el modelo de
la capilla mortuoria.
Refugio ultimo para
los
desalojados de la escena
de arte.
La literalidad del
“infierno figurado” al
fondo de la
sala requiere una
nueva fase de
exhibición, para mostrar
el producto de sus “excavaciones”. De pintar fosas comunes,
ha pasado a
la extrañeza de
la descomposición, poniéndose
en el límite
de la
descompensación cultural.
Pintará vitrinas, para cerrar el tercer muro, en cuyo interior
pondrá unos despojos,
fragmentos, restos de cuerpos,
indicios de cuerpos
arruinados.
Justo Pastor Mellado
Febrero 2025
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